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Buenos Aires Jaque Press, en inglés y español

"El hombre atrapado," un cuento

Hacía horas, tal vez cuatro o cinco, el hombre había estado en esa situación tan incómoda. Es que yo lo miraba asombrado a través de mi ventana, yo iluminado por el sol, pues hasta las cinco de la tarde hay sol en mi balcón, meditando sobre el curioso mecanismo que nos lleva a escribir relatos, mientras el hombre del edificio en frente, dos pisos más abajo, estaba atrapado con su cabeza en su ventana, sin poder extirparla, perdón, sacarla: realmente era una situación incómoda.

Se sabe que una historia tiene su comienzo, desarrollo y desenlace, cosa que se puede decir también sin temor a equivocación sobre las situaciones reales que sufren las personas a lo largo de sus vidas. No es el caso, pero una situación puede ser que fulano se encuentra a punto de confesar el amor a una doncella de cabellos dorados cuando entre ráfagas de viento polar aparece la abnegada esposa. Francamente, semejante situación podría tener un desarrollo punzante; sería mejor dejar el desenlace a la vigorosa imaginación del lector.

Ahora bien, ahí estaba yo, con el sol todavía iluminando mi cara negra—no hace falta decir que no soy anglo-sajón. Al rato me formulé el siguiente planteo: ¿Si ese hombre no puede liberar su cabeza del marco de la ventana no será que detrás de él, en las sombras, obra otra voluntad?  Yo lo observé con mi alma de escritor y llegué a la siguiente conclusión clara y contundente: ahí hay algo raro, un crimen, una estafa, una venganza, un amor vuelto más podrido que una cebolla fétida.

Mi concepto iba tomando forma en mi cabeza iluminada y de a poco, silenciosamente, secretamente, casi sin darme cuenta, la historia me iba involucrando. Pero a la vez tuve que luchar con mi sentido de culpa. ¿No tendría que ofrecerle mi ayuda? ¿No tendría que llamar a la policía, a los bomberos, a primeros auxilios? ¿Cómo iba yo a vivir con la culpa de no haber actuado primero humanamente, para recién después aprovechar la situación para armar mi historia? ¿No podría hacer las dos cosas a la vez: recurrir a su ayuda y elaborar a la vez los detalles de la historia?

Sentí atrapado en un dilema sin solución aparente: yo estaba atrapado meditando mi culpa en tanto que el hombre en la ventana estaba atrapado de verdad. Mientras tanto, como pasa tan a menudo, el tiempo iba desapareciendo como siempre hace cuando entra en el escenario la irresolución; en realidad, no sé si el tiempo desaparece pero sé que avanza, siempre. El sol sobre mi cabeza ya era mucho más suave y me costaba ver con claridad los pequeños esfuerzos del hombre por liberarse de la ventana. A lo mejor no era la luz; pobre de él, tal vez había llegado a aceptar su destino. ¿Por qué no gritaba? Traté de fijar mi audición en todos los sonidos que llegaban a mis oídos, pero no percibí ningún grito. ¿Será que su cuello se había quedado aplastado por la ventana? Lancé un grito afilado por el espacio:

--¡Oye! ¿Estás bien? ¿Necesita algo?

Silencio. De repente una memoria me golpeaba la conciencia. Tenía 13 años, era verano, un calor infernal, una sed brutal tenía, y mis viejos estaban de viaje. Yo, desnudo como Adám. Abrí la heladera, saqué la botella de cerveza que mi papá siempre guardaba en un bolso de papel de color marón. Hasta ahí, todo bien. Tomé un trago largo. Sentí un leve mareo rondar por mi cuerpo. Cerré la puerta con tan mala suerte que mi órgano masculino quedó pinchado. Lancé un grito tan fuerte que mi abuela de 93 años, que se encontraba en su habitación tomando la siesta, se apuró para ver que me pasaba.

--No lo puedo sacar.

--¿Cómo? ¿Qué cosa?

--¡El pito!

--Tranquilo pibe. En los momentos críticos hay que mantener la mente fría.

Bueno, ella encontró fuerza de no sé qué lugar de su cuerpo anciano y abrió la puerta, liberando mi pito. Eso me pasó por ser un pibe atrevido.

 El problema del hombre con la cabeza en la ventana era mucho más grave. Cuesta mucho, pero se puede vivir sin ese órgano tan vital que cuelga entre las piernas de los hombres. No hay casos registrados de hombres que viven sin sus cabezas. Hmm. ¿Si mi abuela se apuró para ayudarme a liberar mi parte más preciada, no tendría yo que acudir con todavía más aceleración para liberar al pobre vecino de su sufrimiento?

Salí a los saltos de mi departamento, tomé el ascensor hasta la planta baja y crucé la calle como un rayo; el lift del edificio del pobre hombre no funcionaba; entonces, subí al piso 13 con los dientes apretados y la lengua afuera y golpeé fuerte el timbre. Silencio. Toqué otra vez. Tres veces en total. Nada. ¿Qué hacer? Grité fuerte. Empujé la puerta con mi hombro, con mi rodilla, con mi cadera, con mi espalda, con mi cabeza. Sentí la cólera subir en mi veloz como un tiro. Me imaginé como un policía de esos que en las series televisivas tiran abajo las puertas como si fueran de papel. Iba además asumiendo mi rol de héroe. ¿Cuántas veces en la vida tiene uno la oportunidad de salvar a un pobre miserable de la muerte o de un destino ingrato? Son momentos en la vida cuando uno se agranda.

Me acordaba de un hecho increíble. Un coche compacto, un Volkswagen, había volcado sobre la ruta. Nosotros frenamos nuestro auto y lo dejamos al otro lado de la ruta. Pero antes de poder acercarnos para  ver lo que sucedía, se presentó un hombre robusto de mediana edad. El conductor del Volkswagen estaba atrapado debajo del coche. ¡El hombre de mediana edad se agachó, agarró el coche y lo levanto, liberando al pobre conductor! ¿Y yo, joven todavía, no puedo tirar abajo una puerta de madera?

Gruñendo, mordiendo los labios, vociferando el nombre de Dios, de Buda, de Abraham, gritando todo mi vocabulario de expresiones profanas, puse todo contra la puerta. Se abrió tan repentinamente que entré en el departamento cayendo. Me levanté aturdido, sin poder ubicarme en la penumbra que había entrado en la pieza por la puesta del sol. Giré mi cabeza a la izquierda, a la derecha. No encontré al hombre. Tendría que estar en el dormitorio, razonaba yo, ya que lo había divisado desde mi propia pieza de dormir.

--¡Silencio!

Era la voz de un hombre que llevaba una pesada cámara filmadora sobre el hombro.

--¿Qué pasa? Estoy para ayudar en lo que sea…

--¡Corte!

--¡Aja! ¡Una filmación!

--Has dicho una obviedad.

--¿Pero por qué se tenía que poner la cabeza del actor en la ventana durante tantas horas sin moverse?

--Cinco minutos no es mucho tiempo.

--¿Cinco minutos?

--Ni un minuto más.

--Pero juro por Dios y todos los santos que vi la cabeza en la ventana durante al menos cuatro horas.

--La percepción del actor no es la del espectador.

--Ya sé, pero no puede ser.

--Y sin embargo es así. En realidad el tiempo no existe. Es una invención del ser humano. Es una convención. ¿Usted es el señor del piso 13 del edificio en frente?

--Sí.

--Le haríamos hacer llegar la cuenta por la destrucción de la puerta.

--¡Pero yo la tiré abajo en un acto de solidaridad humana!

--Puede ser, pero la puerta está rota y nosotros no somos los responsables.

Yo volví a mi departamento más confundido que nunca. Sé que muchas historias no tienen explicación clara. Que a través del tiempo los hechos van experimentando modificaciones. Que a veces la realidad se confunde con la ficción. De todos modos, creo que aprendí algo: Acudir en ayuda de un ser humano en peligro, antes de ponerse a escribir la historia del hecho, siempre renueve el amor a la vida, aunque todo haya sido una ilusión óptica.

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