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Buenos Aires Jaque Press, en inglés y español

Triente y cuatro grados

Triente y cuatro grados

Hacía mucho calor, demasiado, la humedad oprimía el corazón, en el aire uno sentía que algo grande iba a pasar, pero en la calle todos iban y venían con una especie de simulada normalidad. Ahí adentro la mujer desparramó su cuerpo desnudo sobre la cama, pasó la mano por sus largos cabellos morenos, murmuró algo entrañable al aire y luego fijo su mirada en la puerta.

Carlos Padilla se detuvo brevemente afuera en el pasillo, su mente vagando, fantaseando mil escenarios, presintiéndola acostada, manos y piernas aferradas a la almohada de plumas; sentía que no estaba en control de sus acciones. Su cuerpo sudoroso temblaba de deseo, de miedo y de confusión. Abrió la puerta, la miró extrañado, sin saber cómo proceder.

--¿Cómo llegaste?

--Caminando.

--¿Nadie te vio entrar?

--No creo. Observé la cautela de siempre.

Al ver la figura del hombre en el umbral de la puerta, Alma Paz sonrió; de repente el calor, 34 grados, se transformó en un caldo provocador. Sus ojos verdes, bellísimos, grandes, picarones, filosos, desmenuzaron las entrañas de  Padilla. ¡Qué mujer! Los pómulos sublimes, la piel aceitunada, el rostro delegado, una pintura del renacimiento.

--¡Acércate!

--Y…No sé…tenemos que hablar…

Se quedaron súbitamente absortos en reflexiones íntimas, ella acostada, el hombre parado en el umbral de la puerta como un pájaro recién nacido. El cerebro de Padilla clamaba acción pero su cuerpo lúgubre y pesado lo frenaba.

--Dame un beso—la voz de Alma Páez sonaba un poco aniñada.

--Algo está mal, algo grande está gestándose, no sé si es el momento…

La frase salió así, incongruente, con acidez. Sin explicación alguna, Padilla cruzó la pieza y marchó  al baño. Estudió su rostro en el espejo, lavó su cara, abrió la canilla, accionó el botón del inodoro, sudaba, el miedo y la excitación lo tenía desesperante; salió, se dirigió hacia la cama, su mente deambulando por el espacio pidiendo consejos al aire tórrido, su mente acariciando las blancas y lánguidas caderas de la mujer. Se desabotonó la camisa, aflojó el cierre del pantalón. ¿Qué estoy haciendo? Se preguntó, reprochándose. Sintió rabia, estaba atrapado, preso de sus propias contradicciones. Algo grande está por pasar, y aquí estoy enceguecido por esta yegua, no, por favor, tengo que accionar. Desde afuera apenas filtraba la luz del atardecer, los bocinazos de siempre. Se dirigió hacia la puerta entreabierta y miró hacia adentro. Alma estaba enmarañada en las sábanas, sus pechos rosaditos descubiertos, sus caderas meneándose rítmicamente. Padilla se quedó contemplándola; sentía la boca seca, entre sus piernas crecía su sexo irreversiblemente. Ya no era dueño de su destino. Algo lo empujaba hacia ella. La guerra, la lucha, los gritos, la solidaridad con los compañeros, las utopías, las ganas de tomar el mundo entre las manos y cambiarlo, los sueños repletos de democracia, libertad y justicia, todo quedaba bloqueado, en segundo plano. Ahora lo que lo empujaba hacia ella era la rigidez de su órgano sexual. Alma sonría con gran naturalidad. Entendía el momento desde otra óptica, sin contemplaciones, sin cálculos, sin miedos; quería ser amada, quería amar, quería sentir el tibio calor del cuerpo de Padilla penetrándola. El calor del cuerpo de un hombre es único, la humedad de la piel, la  rigidez muscular, la ternura de un macho enamorado. 

--Sólo quiero tocarte—susurró Padilla en el oído de Alma, en un vano intento de circunscribir su deseo. Acarició primero las manos, sin dejar de masajearla con sus ojos, seguían avanzando las manos sobre las piernas, el tórax, los pechos, el vientre. Ella temblaba, emitía suaves llantos de placer, gruñía, algo grande y fuerte iba a pasar. Forcejaron, se acostó sobre ella, la apretó, la besó enfebrecido, apasionado, mordía la piel de su cuello; se movieron fundidos en abrazos apasionados, las manos de ella se clavaban en su espalda, no faltaban los dientes mordisqueando la piel. En el momento de penetrarla sintió que el mundo se había dado vuelto, las galaxias estrelladas, exaltadas y embellecidas; ella apenas frenó un aullido, pidió más, sus labios buscando luz en la piel tropical del hombre. Hacía mucho calor, 34 grados, elevada humedad. Marzo es así, caliente y frío a la vez. Tiempo inestable, impredecible.

Padilla salió despedido de la cama gritando ¡”Milicos hijos de puta! ¡Hijos de puta!” Se resbaló, se levantó, parecía haber perdido el equilibrio, caminó alrededor de la cama como un zombi bramando: “¡Viva Espartaco!” “¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!” “¡Manuel Ascencio Padilla gran caudillo sudamericano!”

--¿Amor? ¡Amor mío! ¡Carlos Padilla te estoy hablando! ¡Basta de soñar!

Padilla abrió un ojo, luego el otro, miró a Alma como si ella fuera un ser imaginario. Con las yemas de los dedos sacó el sueño de sus ojos.

--¿Qué día es?

--Veinte cuatro de marzo—Alma limpió el sudor que humedecía la cara de Carlos.

-- Entre sueño y realidad no hay más que una cuestión de perspectiva—murmuró. 

--Sí, mi amor. Uno llega a otoño como a la tierra santa—le decía suavemente Alma mientras le ayudaba a levantarse—para soñar tiempo siempre hay, para amar tenemos la eternidad. Hacía calor, 34 grados, algo grande iba a pasar.

--Te amo—dijo el hombre.

--Yo también—dijo la mujer.

Alfredo Hopkins: hopalfred@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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