El vuelo eterno, un cuento-relato-ensayo
¿Qué sería de nosotros si pudiésemos volar siempre alto, siempre lejos? Volar al más allá, volar a cualquier otro lugar, soltar la voz, cantar en medio de la nada universal. Volar, sin la obligación de volver, sin tener que girar la cabeza hacia atrás. ¡Ay! Si la existencia fuera tan simple como volar, volar eternamente, sin destino, sin apuro, sin fechas, sin exigencias, sentir las caricias del viento sobre la piel.
Una niña pájaro está contenta y protegida en el nido, sin embargo sueña con volar. Será por no estar nunca conforme con la vida que lleva en el espacio tan reducido de su casa nido. El sedentarismo le provoca hastío: su deseo es de mover sus alas, explorar el aire, poner a prueba su cuerpo. Ella es una energía que surge desde sus propias entrañas, es una fuerza misteriosa que la impulsa a convertirse en exploradora de la dimensión aerodinámica.
En realidad, ella no es un pájaro: es una niña. Vive en una casa de paja, en una mansión, en el basural, en el barrio de los niños bien, en el último piso de algún edificio torre en una ciudad ruidosa y llena de contaminación; sabe que fingir es el precio que tiene que pagar por suprimir el deseo de volar.
La mayor parte del tiempo se somete a la dura ley del movimiento, a la ley de la gravedad. Evita mirar al cielo, pero robar miradas al celeste techo que cubre la tierra es una tentación imposible de no aceptar.
Pasa el tiempo y ya no puede dejar de descansar sus ojos sobre las estrellas. Ella crece y con normalidad va estableciendo relaciones con los niños, con otras niñas, con los hombres y mujeres que aparecen en su vida. A veces se enamora con los pies de algunos hombres que tienen los dedos de sus pies plantados en el suelo húmedo y tibio, pero enseguida vuelve a girar los ojos hacia las estrellas.
Tenía que pasar. Un día abrió la ventana de par en par. Quiso saber el color del cielo, ese concepto azul tan mencionado en los libros escolásticos, en las poesías, en los laboratorios científicos. Sintió el impulso de tocarlo, acariciarlo. Desesperada, llenó sus pulmones de aire, suplicó a los mil demonios, dejo caer la boca, sus ojos bailaban locamente. En su interior hubo revoltijo de pájaros volando, revuelo empedernido de plumas, su corazón aleteaba, los pensamientos más dispares subían y bajaban en su cabeza, desafiando la gravedad y todas las leyes de la naturaleza y de los hombres; su cabeza se había convertido en la antesala del delirio y en el gozo infinito de la libertad.
¿Qué hará la niña pájaro? ¿Hay cura para su obsesión? Tal vez la única sea abrir bien la boca y dejar que salgan de su interior todos los pájaros que competen por salir en libertad. Quizás tenga que despegarse del mundo; liberarse de las convenciones, de las mentiras cotidianas. Tal vez tendría que pegar la mirada en el suelo todos los días, aprovechar la luz tenue de la noche para volar hacia las estrellas siempre iluminadas. A lo mejor le conviene ejercitar sus alas todas las mañanas, disfrutar del desapego y dejar que cualquier pequeño accidente cotidiano sea impulso suficiente para descubrir algún horizonte nuevo.
Crece la niña pájaro. Poco a poco va despegando los pies de la tierra, siente crecer sus alas, se aplica al estudio de los secretos aerodinámicos, de los vuelos, pasa día y noche mirando al cielo. Imagina sus brazos cubiertos de plumas gigantes, su cola puntiaguda, siente el aire fresco excitar su piel, su pecho se agita con el tibio calor que anima su alma. Está a punto de emprender el vuelo eterno.
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