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Buenos Aires Jaque Press, en inglés y español

"Paseo," cuento de Hernán Alberto Rozenkrantz para el concurso literario de Jaquematepress

                                                   “Es lo mismo que si yo te dijera ‘no te acostés, mirá, esperame hasta que yo llegue’” 

Todos los que habitamos Buenos Aires sabemos que, en muchos de sus puntos, se vuelve mágica. Pero pocos saben del hecho paranormal que sucede en Scalabrini Ortiz casi Corrientes: junto a la parada del 110 aflora la parada del colectivo inexistente: el 89. Cabe destacar que es la única parada de esta línea que van a encontrar en toda la ciudad y que según el cartel, sale de Villa Luro y termina en Palermo, pero por ejemplo, al inquirir al diariero respecto del mismo, contesta algo así como “¿Qué? No, no, no pibe... nada que ver...”.

Sin embargo, una vez me dije que si esa parada existe, y si ese cartel está plantado ahí, es porque el colectivo debe circular. Y me propuse ver qué era, comprobar su existencia, y de comprobarla, ver también qué tenía de especial, quiénes eran sus pasajeros, quién su conductor; dudas reales que quería disipar dado que el hecho me extrañaba sobremanera.

Así fue que a las cero horas, ni bien comenzó el día 12 de Abril de 2001 ya estaba parado firme en Scalabrini Ortiz, media cuadra antes de Corrientes cual si fuese a ir caminando hacia Palermo. La noche era fresca y diáfana. La luna de Villa Crespo iluminaba la medianoche de ese jueves incipiente, como una compañera que con su guiño blanco apoyaba mi aventura desde el cielo dejando una estela plateada que hacía brillar el asfalto.

Pasaron dos, tres, cinco, siete colectivos de la línea 110, cuyos conductores al verme solo en la parada y sin hacer señas, se habrán sentido confundidos. Incluso dos se detuvieron, como dando por sentado que esperaba su línea y no la que a mí me interesaba tomar.

La madrugada fue fría: perdí la cuenta de los cigarrillos fumados, pero no dejaba de mirar hacia Warnes, no fuera cosa que justo mirara para otro lado y viniera, siguiera de largo y lo fuera a perder. A eso de las cinco de la madrugada, cuando el frío calaba hondo en mis entrañas, pensé en abandonar mi propósito, pero mi espíritu aventurero me hizo cambiar de opinión rápidamente.

Como a eso de las seis, cuando ya empezaba a aclarar y una o dos personas medio dormidas baldeaban alguna vereda, a lo lejos se comenzó a ver un ómnibus cuyos colores no coincidían con ninguno de los que pasan por la zona: no era verde como el 15, ni rojo como el 141, ni verde y blanco como el 106, ni azul, rojo y negro como el 110. Tampoco era el infrecuente 57 de color amarillo; era un colectivo de color índigo y trompa redonda como los de hace varios años, características ambas que me extrañaron dada la infrecuencia de ese color en un colectivo y la caducidad del modelo.

El micro avanzaba lentamente por la avenida. En el semáforo de Padilla se detuvo (¿habría venido por Apolinario Figueroa, habría cruzado el parque Centenario y tomado Warnes? ¿Habría salido de Villa Luro?) y reconocí el cartel: “89”.

Cuando cruzó Camargo, no solo divisé que era uno de esos añosos Mercedes sino que también advertí que los faros me hacían luces como si el chofer, el colectivo, o lo que fuere, me dijeran “Sabemos que estás ahí esperando.”. No obstante, le hice seña y se detuvo frente a mi.

Cuando me acerqué, un ser con la cara muy pálida, casi blanca como la luna que me había acompañado durante la noche, y vestido con una camisa del mismo color que el ómnibus, se dejaba entrever por el vidrio de la puerta plegable. Ese mismo ser me abrió la puerta; respiré hondo y siendo las seis y cinco de la mañana, ascendí.

Creyéndome en un colectivo ordinario le dije al chofer: -ochenta. -¿Ochenta qué?- respondió el extraño hombre algo perplejo. –El boleto- contesté con asombro. –No hay boleto, sentate- me dijo el conductor, -tu lugar es en el tercer asiento de dos, al lado de esa señora gorda-.

Cuando giré la cabeza, pude observar al pasaje: hombres y mujeres de diversas edades; algunas personas iban juntas, charlando, otras miraban aburridamente por la ventanilla. Otros, simplemente, dormían, leían o no hacían nada. Sin embargo, era forzoso advertir que estaban todos como ensimismados, como fuera de la realidad, ya por sus atuendos de la década anterior, como por los temas de charla, los modismos, los chistes, los comentarios.

Noté que había un asiento individual junto a la ventana, casi delante de todo, más cómodo que sentarme al lado de la señora mayor embutida en un equipo de siré arrugado color verde agua que, con el debido respeto, ocupaba con su humanidad no solo su asiento sino aproximadamente el treinta por ciento del contiguo. Me dirigí, entonces, a dicha butaca, pero al sentarme vi cómo el pálido chofer elevaba sus inexpresivos ojos y mirándome por el espejo superior me increpaba: -Sentate al lado de la señora gorda-. -¿Y por qué?- objeté, argumentando que tenía derecho a sentarme donde quisiera. –Porque sos nuevo, pibe, y porque a los nuevos les toca sentarse al lado de la señora gorda.- respondió.

En eso, me sorprendió una voz femenina: -¿Por qué no te querés sentar al lado de la señora gorda? ¡Dale nene, que si no no arranca! Sentate al lado de la señora gorda que si no no nos vamos más de acá!-.

Me sorprendí primero por la supuesta relevancia del lugar que debía ocupar y, en segundo lugar y más aún, porque cuando volteé la cabeza para ver a la persona que me había dirigido dicho mensaje descubrí que desde el quinto asiento individual la solicitud era realizada por una cabeza de mujer con un hermoso rostro, pero sólo la cabeza, nada más que eso.

Titubeando, asustado,  pensé en bajarme, pero rápidamente mi afán de aventura me hizo desistir y, en cambio, considerar la idea de acceder a la propuesta.

Un instante después, la misma señora gorda me inquirió: -dale, vení y sentate al lado de la señora gorda de una buena vez nene!!-

Comprendiendo cada vez menos, le hice caso a su autoreferencia en tercera persona  y me acomodé (o mejor dicho, no me acomodé, sino que me senté como pude) junto a ella.

El colectivo arrancó; el chofer encendió la radio y se escuchaba el ranking de la FM: en primer lugar, “Losing my Religion”, de REM, en segundo lugar, “Sacrifice”, de Elton John, en tercer lugar, la Lambada...

El viaje (presupuse) sería corto, ya que estábamos en Villa Crespo y el recorrido terminaba en Palermo, por lo cual el periplo no duraría más de quince minutos, veinte como mucho tomando en cuenta la soledad de la madrugada.

La señora gorda sentada a mi lado no sólo ocupaba el espacio físico con su humanidad, sino que un aliento agrio e intolerable se le escapaba de entre las fauces. Intenté abrir la ventanilla pero vi que estaba trabada. Por las dudas el chofer me aclaró: “Prohibido abrir las ventanillas en época invernal o de baja temperatura”.

Cuando el ochenta y nueve cruzó Corrientes, era verano y el clima del noreste italiano era cálido y envolvente. Me encontré con la sorpresa de que en la góndola colectiva la misma señora gorda continuaba sentada al lado mío incomodando mi excepcional travesía. Los pasajeros y los transeúntes hablaban el italiano medieval, algo así como el que se podría encontrar en la versión original de la Divina Comedia de Dante Alighieri.

Había puestos desde los cuales los comerciantes ofrecían sus productos a los gritos, había mujeres y hombres comprando, vendiendo, discutiendo, hablando, había algunos guardias de Palacio, un ladrón que corría, una prostituta, una anciana pidiendo limosna, y seguramente habría más cosas, pero no llegué a divisarlo todo: cuando cruzamos el canal, estaba en una diligencia que atravesaba una llanura. De no haber sido por las frases en inglés que escuchaba, no habría podido advertir que estaba (nuevamente con la señora gorda al lado) atravesando Oklahoma en el siglo XIX.

Me descubrí pensando en el rodeo del domingo, y sin terminar de asombrarme por ello, dado que no soy adepto a ese tipo de eventos, me sorprendí pensando en inglés como todo un cow boy; de hecho, a esta altura ya estaba, a la vez que fascinado, verdaderamente asustado.

Decidí cerrar mis ojos y comprobar que nada de eso era cierto, que estaba en mi casa durmiendo o que había ingerido una dosis extrema de LSD que me llevaba a tales ilusiones y que simplemente me había tomado algún colectivo, pero fue inútil, o peor, o mejor, o todo esto a un tiempo: al abrirlos, unos segundos después, un trasbordador surcaba el espacio sideral llevándome como tripulante, atado con un cinturón antigravedad y con un vistoso casco de astronauta. Sin dejar de contemplar extasiado la vasta inmensidad del Universo, comencé a sentir un verdadero temor a lo paranormal, a lo desconocido, al no ser hamletiano, pero lo que aconteció a continuación me resultó aún más llamativo: en un lugar donde, en medio de la nada, parecía no haber aún más nada, el vehículo se detuvo para que ascendiera un pequeño ser de color anaranjado, el cual con una voz metálica pronunció, en una lengua indescifrable pero cuyo mensaje en el momento comprendí, y cuya traducción me es misteriosamente accesible, lo siguiente: “Bien damas y caballeros, tengan todos ustedes muy buenas tardes, vengo a distraer solamente un momento de su amable atención para ofrecerles en esta oportunidad el ya clásico llavero-teletransportador de objetos, el original, el que se encuentran abonando en comercios del ramo en toda la galaxia a más del doble del valor que les propongo. Quien haya interpretado esta oferta, no tiene más que solicitarme el producto.”

A esta altura no creía más en nada, me cuestionaba la existencia de Dios, del Diablo, del Amor, del Odio, del Bien, del Mal, y hasta la de mis propios padres y no deseaba nada más que bajarme ya fuera en mi casa, en la muralla China a medio construir, en la selva de Pangea hace cien mil años, en Nueva York en 1970, en Chile pasado mañana o cuando fuera, pero detener toda esta experiencia aterradoramente psicodélica que comenzaba a acelerarme peligrosamente el ritmo cardíaco al tiempo que me sofocaba la respiración.

Iba dejándome llevar, asustado y extasiado a un tiempo, por el tren bala que  trazaba el recorrido Tokio-Sapporo, mientras miraba por la ventanilla los tranquilos paisajes japoneses, las casas anacrónicas,  los modernos automóviles sin ruido ni combustible, las gigantescas plantas industriales robotizadas donde un hombre tocaba un botón y mil robots producían, el verde donde el campo no estaba nevado, el azul del cielo, el sol cada vez más fuerte, reflejándose en algunos parches de nieve tornándola brillante y, en determinado momento, encandilándome por completo.

Unos segundos después de haber sido fugazmente enceguecido, cuando me frotaba los ojos y comenzaba a abrirlos, el colectivo llegaba, por Salguero, al punto donde se cruza con Aráoz; dobló en Las Heras, y le pegó derecho hasta Plaza Italia. Sin titubeos, me dirigí al pálido ser al volante y con cierto temor prepotente le indiqué: -En la parada por favor.-

-¿Y, te gustó el viaje, pibe?- preguntó socarronamente el chofer. Aproveché para preguntarle respecto del ómnibus, de sus pasajeros, de su función, verdaderas dudas que el viaje no había disipado en absoluto.

Me dijo que era el Transporte Universal, que circulaba fuera del tiempo eternamente “porque sí”, y que nunca más tendría esta oportunidad maravillosa de vagar a lo largo y a lo ancho de la historia. Me dijo que el pasaje era cuidadosamente seleccionado por una Deidad Burlona (algunos pasajeros había mencionado algo sobre un tal Loki) para armonizar y sorprender, y que tenía suerte de poder bajarme. Me recomendó que mirara hacia atrás al descender, me dio saludos y me abrió la puerta.

Hoy, 12 de abril de 2001, acabo de bajar del colectivo, son las seis y cuarenta y cinco de la madrugada y, sin alejarme de la perplejidad, trato de ser lo más textual posible mientras escribo esta historia con apuro y emoción en un bar de Plaza Italia.

2 comentarios

Hernan Rozenkrantz -

¡El autor soy yo, Hernán Rozenkrantz, no Alvaro Carrasquel!

Alvaro Carrasquel -

Disfruté mucho tu cuento Hernán. Tienes talento para la escritura, además de imaginación, ingenio y creatividad. Celebro tu respeto e interés por el detalle. Creas la atmósfera idónea para introducir al lector en el cuento y ganar su interés y admiración. Mis nejores deseos para tí en el concurso.